Her Campus Logo Her Campus Logo
This article is written by a student writer from the Her Campus at UPR chapter.
Párpados de caguayo
por: Angelimar Veguilla-Valentín

 

El ocaso explota como atardeceres inconcretos, un cosmos al rojo vivo. Se escucha el crepitar de hojarasca, las chispas de un último fuego.

Los párpados intentan permanecer cerrados, pero el sollozo ensordecedor de Citlalli le previene continuar el sueño. Le levanta en un tumulto de sábanas, azorada, buscando alerta alguna herida exterior, pero al fijarse en los enormes ojos que le devuelven la mirada en la oscuridad es preciso reconocer de qué herida se trata, más allá del remedio casero. Se acerca a consolarla, pero se le adelanta la madre, por lo que se dispone a rastrear la causa del alarido.

El canto de su madre se escucha a lo lejos. Es un crujir del viento, pero el leve seseo de la serpiente sobre su tierra ha dejado un rastro, aunque aún puede precisar la sombra de una silueta masculina desapareciendo bajo el resguardo del bosque.

El ulular del múcaro le distrae por un minuto y desiste de continuar en su búsqueda. En su viaje de vuelta, se asegura a sí misma que lo resolverá la mañana. Baba no volvió.

Citlalli no se encontraba por ningún lado. Se le buscó en las montañas, donde la niebla toca la vegetación en las alturas, las cuales ella insistía le susurraban en tiempos de consuelo. Finalmente, hallándose dormida y ya cansada de llorar, cicatrices de agua salada en su cara. Yacía en una roca poco pulida en las cuevas cercanas al árbol de jácana que solía frecuentar con el padre.

Guanón no puede evitar el resoplido que deja sus labios ante la imagen de ese hombre de viles ojos, de pupilas rasgadas de réptil. Esto conviene que se le revuelva el estómago, saliendo disparada su mano a su vientre instintivamente.

Resguardada en la vereda del río, lavaba su rostro en las aguas y observaba su reflejo. La viva imagen de su madre, todos decían. El cuerpo de pequeña estatura y la tez rojiza, el cabello fino y oscuro enmarcando los ojos.

Los ojos: de semblante intenso, calmado como las aguas de un río, pero la fogosidad de oscuridad infinita. Eran pupilas de caguayo que soporta agua y fuego; es hija de la noche malva.

Su madre siempre le recordaba su herencia, descendiente directa de los últimos indios que vivieron en cuevas de las guardarrayas de Yauco.

De niña, a pesar de ser sombría en sonrisas era fácil complacerla. Disfrutaba con las flores de taguatagua de la abuela materna. Le gustaba aplicar ungüentos y jugaba con los cachorros de yacahueté, no le gustaba que otros los tocaran. Los tongoneaba, acercándoselos a la cara, inhalando el profundo aroma de una vida recién nacida.

No como Bi Illariy.

A ocho meses de embarazo, comenzaron las contracciones de la madre, dando a luz a Illariy, o más bien a una pequeña masa de dientes y pelo.

No era más que eso, y no vivía.

Nadie le recordaba, únicamente la madre. Apenas Guanón lo recordaba en su natalicio como el pequeño Bi. En realidad, aunque le intentara olvidar, el roce involuntario al vientre que se opuso a dar vida era prueba certera de que lo hacía.

Yaya, la madre de bendiciones a todos los nacimientos de la tribu se encontró allí para despachar rápidamente al casi feto. Poco después de ido el aturdimiento de parto, se conoció que lo había enterrado, sin siquiera un vistazo de la madre.  

Poco después de ello, mientras su madre sazonaba con achiote las carnes, le comentó de su conversación con el cacique que había dispuesto que sería la encargada de los ríos circundantes. A lo que Guanón accedió rápidamente y bajo la mentoría de Asiri, se convirtió en ello.

Años después, cerca del río Bairoa, Guanón intenta ayudar a su madre a lavar las fibras de maguey ya cabuyas para hilar sus hamacas. Sin embargo, en momentos, siente como si bibijaguas subieran por su cuello, encrespando su cuerpo hasta las puntas del cabello lacio que compartían. Mientras, una sensación extraña se arremolinaba en su vientre en escasez de desayuno. Rozándose el vientre en acto involuntario, dirige su mirada a lo lejos, observando con recelo, con certeza de que alguien le observa, al acecho. No obstante, antes que fijara su mirada en el intruso, su madre le distrajo llamando su atención.

“¡Teitoca! Guanón, necesito que entregues las hamacas en la mañana.”

“¿Qué? ¿Dónde esta vez?”

“Al cacique. Su hermana ha hecho un pedido urgente, deben estar por romperse sus hamacas.”

“¿Una orden para Guanina?”

“Sí, hay que apurarnos.”

Pronto, se encuentran en el santuario de la madre, la cual se dispone a teñir las hamacas de azul noche bajo la sombra de su árbol de jagua. Guanón ignora el fuerte olor ácido de la jagua y continúa al río. Lava sus aguas en rezo fiel a Atabey para que lo mantenga vivo, que sus aguas continúen fructíferas y que sus correntías no sean turbulentas; que encaucen su don.

Hincando sus uñas en tierra firme, hunde sus manos hasta probar el terreno fértil, virgen, de la tierra tan suya, hasta que encuentra raíz a la que conectar con sus ancestros de amatista.

En ese instante, un torrente de lluvia arropa el suelo y las copas de árboles en el bosque cercano al río como un velo y las aguas comienzan a crecer. En eso, fija la mirada finalmente en la arboleda de bijaos. Baba, es lo único que precisa pensar antes que las uñas se retiren de Itiba Cahubaba y salga de una vez de allí mismo, su lugar sagrado.

La mañana siguiente, toda la aldea se había percatado de su pésimo humor, pues los bebederos no contenían agua buena, bendecida.

Había permitido que su don se dañara con la presencia de aquel hombre. Su mirada oscura le perseguía a todos lados, sabía que debía estar buscándole, igual que a su madre y hermana, pues nunca había precisado de conocer sobre lo ocurrido a Bi. El fervor con el que su sangre hervía y los ancestros gritaban desde dentro de su cráneo y bajo el cuero cabelludo, provocaban que las aguas reverberaran, borbotearan y crearan correntías y turbulencias peligrosas. Envenenaban su don, y por extensión las aguas de los ríos, con baguá.

Rápidamente se escuchaban los lamentos de la tribu que no comprendían, pero les dolía no poder acercarse a los ríos para pescar un poco de lambí o burgao de sus aguas. Las aguas se encontraban dañadas por el poco cuidado de su don. Parecía habérsele escapado de las manos.

Por ello, al encontrarse con la hija del cacique, ésta ya había preparado una propuesta.

“Gracias por las hamacas. Tu madre siempre ha sido muy útil para la comunidad en tiempos de urgencia. De hecho, así también lo has sido tú, pero debía comentarte que hemos percibido que el dilema parece relacionado a la reciente presencia de tu padre en la aldea. Puedo conversar sobre ello con mi padre e inmediatamente decretar su destierro. Las aguas no pueden seguir así. Requerimos de un plan inmediato para permitirte preservar nuestra tribu y condición que convienen y dependen de las aguas que tantos años llevas condicionando a tu don.”

“Con todo el respeto, no creo que sea la mejor alternativa.”

“No te preocupes por ello. Debe ser hecho.”

En el decimotercer día de su reciente visita a la aldea, el destierro a su padre fue decretado y agilizado de tal forma que no fue siquiera evento público, pero ello no evitó que se celebrara un areyto en el batey.

Durante la danza macabra, árboles de hojas rojas comenzaron a despojarse de ellas sobre el suelo negro. La fogata continuaba encendida, no parecía acabar. Festejaban que las aguas volvieran a encontrarse limpias al roce del alba.

No obstante, existían rumores de que su padre aún se escondía en sus cordilleras impidiendo el don de Guanón. No era posible que las aguas se encontraran limpias al roce del alba con su padre aún en las tierras.

El fuego iluminaba por un instante a lo lejos. Un pedazo de sombra resguarda al hombre. Baba. La mirada fulminante ya no le clavaba paralizada en el suelo, más bien reafirma su paso mientras se encamina a él. Las ramas de los árboles cortan sus hoyuelos así se adentra en el bosque a darle caza a la serpiente que se oculta en las sombras, vigilando.

La serpiente de verticales pupilas rasgadas le devuelve la mirada. Su cabeza comenzando a agitarse al aire, busca atacar.

Guanón debe reprimir su primera reacción, aquella en que huiría cual gacela al ataque. En cambio, asume su esencia, virtud de la disociación de formaciones. La alianza se quiebra. La relación no es más.

Vigilando el comportamiento de la serpiente, con su mano derecha toma la lanza con la que se ha imaginado tantas veces este momento y se enfrenta a los ojos que la juzgan, que avivan un fuego en su interior. Lanza su primera punzada al aire. Sus golpes son certeros. La serpiente se divide, convulsionando. Su cabeza intenta hacer el trabajo que su cuerpo no pudo. Sin parar de moverse, continúa el ataque, sisea y adelanta los colmillos que chocan con el aire seco. El cuerpo desconectado en acto involuntario intenta nuevamente, las partes se buscan, se atraen, pero Guanón es firme y con punta afilada remata sobre el cuerpo. Despedazando el cuerpo, lo separa en vasijas distintas, no confía en que no vuelvan a unirse en cuerpo entero, y hacer de su hazaña una vana.

Entierra las vasijas de forma separada también, no sin antes, flamear la carne revuelta en moscas al fondo del bosque y asegurarse de ocultar las cenizas. Cepilla las hojas secas que crujen bajo sus pies, sepultando los huecos de las piezas de cuerpo envasijadas. Así como se guarda el día bajo el horizonte, la joven se arrepiente a la tierra por las cenizas que lastiman y lastimarán, hasta que se agote su existencia, en la tierra virgen ancestral.

Ha visto el iris de la serpiente antes que desfalleciera. En su último intento de devolverle la mirada, su instinto golpeaba, hasta que al fin cae sobre sí mismo y no es más. Finalmente, no queda nadie bajo la coraza, bajo la piel escamada.

Mientras, los ojos de cuervo desnudo de Guanón recobran su calor y parpadean con regocijo ansioso. La sonrisa se abre paso en su cara con ánimos de niña. Disfruta de grandes bocanadas de aire, del aliento de una vida fresca, comenzando a ser vivida.

No se niega el deleite de arrancar algunos frutos de cundeamor de la enredadera más cercana y posarse bajo sus pies. El destello de la luz que se abre paso al roce del alba sobre el horizonte le lastima los ojos, pero se regocija en la limpieza de sus aguas.

Guanón respira su primer aliento desde que disfrutó la ultimada esencia del líquido amniótico, la carne y sangre de su madre. Toma la extraña fruta entre sus dedos, curveada, diminuta y naranja. Degusta abriéndola, sin olvidar las deliciosas semillas que residen en su interior de un profundo rojo sangre.